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Demasiado bien templado

Demasiado bien templado





- ¿Qué les trae por aquí, caballeros? -preguntó un anticuario casi tan viejo como el más mohoso de sus maltrechos tomos.
- Estamos mirando, perdone, ¿tienen algo de música?

Como todas las almas puras de la música, que parecen tanto nacer como crecer por y para ella, mi colega no se podía contener. El dependiente le miró con cara de sorpresa y disgusto, esperó un momento y meció la cabeza.

- ¿Ni vinilos?
- No, no me ocupo de música "almacenada". Estás en una tienda de antigüedades, y para mí, de los vinilos no ha mucho. Sí, ya sé que en otros sitios hay de eso, vete a la Mercé si quieres...
- ¿No teneis nada? - mi amigo estaba asombrado. En aquella tienda atestada de trastos de lo más maravilloso y variado, no se veía nada que pudiera merecerle la pena.
- Bueno, sí. Espera un momento.

El viejo se volvió y le echó un vistazo a mi compañero; después, desapareció en la trastienda. "Oye, no creo que sea nada que merezca la pena, pero la verdad... no tienes nada que perder", recuerdo haberle dicho. Al momento, el dependiente volvió cargando una escalera. Encaramó esta contra un estante tras darnos empujones para que nos apartáramos de él. Al rincón al que subía no daban los juguetones rayos del sol que entraban por la ventana iluminando los pequeños cacharros de plomo, latón o cobre dispuestos a nuestro alrededor.

- Sostenme esto, chico. Me lo trajo hará unos años un madrileño. Espera, ahora bajo.

Juan, que es como se llama mi amigo, sostenía en sus manos un estuche negro y alargado. Era completamente liso y poseía un tacto aterciopelado.

- Bien -sonrió-. Esto es un violín, ¿verdad?
- Sí, sácalo.

Era de una belleza ultraterrena, estaba labrado con unos bordes suaves, sensualmente curvados y del color del azúcar quemado. El instrumento desprendía el aroma característico de la edad, el barniz y la madera, como si los siglos se hubieran agarrado a las cuerdas tratando de huir de la muerte. Juan dijo que su tacto era como el de la piel humana, aunque carente de su calor característico. Aquel violín pedía ser tocado, era parte de su esencia y moriría si no era así; así de claro hablaban las marcas de su madera.

- Parece tener siglos de antigüedad, ¿cómo ha podido alguien traerlo aquí?
- Sí, eso parece. Me lo trajo un profesor de música: un tipo raro. Decía que se había cansado de la música y no se le ocurrió nada mejor que preguntarme un precio. La verdad, me da un poco de pena separarme de esta maravilla, no es nada barata...
- Puedo pagar una maravilla como esa -interrumpió Juan.


Pasaron los años antes de que tuviese ocasion de ver el violín de nuevo. No me sorprendió que Juan comenzara a aprender el difícil arte de este instrumento, ensayando durante meses enteros. Llegó un momento en el que obtuvo numerosas propuestas como músico, pero extrañamente, las ignoraba una tras otra. Su talento natural hacia la música, que hasta aquel entonces había sido de tipo receptivo, estaba llegando a la pura expresión, convirtiéndose en uno de esos maestros malditos que bien pueden morir sin que nadie oiga una sola de sus notas. En todo este tiempo, no le ví tocarlo; siempre lo hacía a solas.

Fue una tarde de invierno cuando me invitó a su casa. Por teléfono me había dicho que sería un gran día: al fin tocaría con el violín que antaño comprara al anticuario, puesto que hasta entonces había ensayado con uno nuevo.

- ¿No has tocado con él ni una sola vez?
- No, no he podido. Cuando lo saqué por primera vez del estuche, sentí que debía de aprender a tocarlo para ser fiel a su capacidad; debía tener la maestría suficiente para poder honrar su nombre. No podrías ni creerlo, al menos tendrá dos siglos, y ahora está aquí, encima de la mesa, listo para cantar bajo la dirección de mis dedos.
- O sea, seré el primero en escucharlo.
- Sí, tú y yo, como el día de la tienda. ¡Cuánto hace de aquel otoño gris en el que lo conocí!
- Veo que estás ilusionado, ha sido un bonito detalle lo tuyo. ¿A las siete y media entonces?
- Sí, cenaremos temprano tras escuchar de qué es capaz mi Tuggatti.


La puntualidad es algo que podría pedir al cielo a cañonazos; y aun así, no creo que me la concedieran.

Llegué a las ocho a casa de Juan. Toqué una vez al timbre, esperé un momento y allí estaba. De pie y con la luz a su espalda, parecía desorientado o fatigado; su voz sonó quejumbrosa como el gozne de la puerta al saludarme.

- ¿Juan?
- ¿Sí?

Entré en la casa mientras él se quedó mirando hacia el pasillo. Moví su cara hacia mí y le hice entrar.

- ¿Qué te ha pasado?
- He debido quedarme dormido. Oye, no sé, no me acuerdo.
- Parece que te has peleado con el peine, quillo -a diferencia de Juan, yo sonreí.
- Sí, sí. Vamos a cenar.
- ¿Cenar? Espera, ¿qué pasa con el violín?

Le ví aturdido. Parpadeó varias veces y miró hacia la sala de estar. Allí, encima de la mesa estaba el violín, tan bello como lo recordaba el primer día.

- No sé, no recuerdo...
- Sí, Juan, me habías dicho que antes de cenar tocarías.
- No sé, no me apetece ahora.

Aquel no era Juan. Si algo se le metía en la cabeza, no podría parar hasta hacerlo, y además, hacerlo bien. Ahora aquel bello y oscuro instrumento yacía inútil e inerte sobre la mesa. Sentía su llamada: auxilio. Me acerqué; cada vez me parecía más bello.

- ¿Qué tal suena? -le pregunté-. Veo que ya has ensayado con ella...
- ¿Ensayado? No me imagino haciendo eso; ni tan siquiera me atrae la idea.
- Me estás tomando el pelo, aquí hay una cinta corriendo. Jajaja, estabas grabando alguna pequeña obra de esas tuyas y ahora me intentabas engañar.
- No recuerdo haberlo hecho.

Rebobiné.

- Bien, ahora lo veremos. Creo que en ese caso te aguarda una sorpresa, Juan.

El magnetófono comenzó a emitir un chisporroteo similar al crepitar de una pequeña lumbre. Y del silencio, una nota brillante y límpida ascendió vertiginosamente para, a continuación, caer en una cascada de trazos grises, rojos y azules. Era una fuga rápida y cargada de ímpetu, de una cadencia capaz de helar por segundos el espíritu de un hombre y poseedora de la capacidad ensoñadora a la que pocos de entre los grandes maestros aspiran. Silencio. Notas que se anudan unas con otras formando una armonía que parece articulada por cien voces blancas asciende y desciende, se detiene y vuelve a mecerse. Surcaron ante mí veleros de marfil que se dirigían a tierras ignotas y vírgenes, pordioseros encerrados en oscuras salas y pequeños paraísos de ninfas y hadas.

- ¿Estás ahí?
- Es maravilloso, Juan, no sabía que fueras capaz de esto... jamás había oído nada igual. ¿Puedes tocar algo para mí? Por favor...
- Ya te he dicho que no, ¿qué te pasa? Llevo un rato hablándote; parecías estar dormido de no ser por los ojos abiertos.
- No he oído tu voz.
- Sí, claro, la música -me dijo despectivo.
- ¿Acaso no es maravillosa?
- Yo no he oído ninguna música.

Levanté el violín con cuidado y empecé a buscar. Encontré una pequeña inscripción que decía: "Siempre habrá maestros, medra de ellos".

- Oye Juan, te compro el violín.
- Vale, podemos llegar a un acuerdo.


Hace tiempo desde entonces. Creo que pronto estaré preparado para entrar en el panteón de privilegiados que han tocado este violín. He de decir que cada vez que escucho la cinta, suena como si estuviera demasiado bien templado.


Joni Karanka, dieciseis de enero del 2001.






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