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Funeral en el barrio.

El siguiente relato fue premiado con un Ragnarok(el juego de rol) en las jornadas ENROLPMA del 2000 -año arriba, año abajo-.





Funeral en el Barrio


No creo que nunca pise con el mismo pie con el que solía el barrio de la Luz de Málaga. Es casi un suburbio perdido entre la lastimera ciudad que aún debe terminar incluso la torre de su incompleta y frágil catedral, la cual está a medio camino entre la fortificación árabe y nuestro barrio en cuestión. En su cercanía vivía más de un conocido mío, amigos y demás, con los cuales alguna vez he salido a tomar café en las soporíferas tardes de los domingos, hasta que nuestros caminos se bifurcaron tanto por cuestión de gustos como de costumbres.

El barrio de la Luz tiene un peculiar encanto en tanto que muestra la ciudad pobre de mediados de siglo, además de albergar una comunidad de vecinos ciertamente curiosa. Aunque estuvieran entregados de vez en cuando a malos hábitos y no estuviera nada bien visto penetrar su territorio, estos han mantenido con el boca a boca todos los sucesos allí acaecidos y que tuvieran la importancia o impacto necesarios para ser recordados. Las casas matas aún siguen en pie, rodeadas por el cerco aterrador de pisos de protección oficial levantados un par de décadas tras la guerra y el afluvio torrencial de gente que pasa alrededor de estas para dirigirse a los grandes comercios situados cerca de la avenida.

Fue en aquellas tardes de domingo que mencioné anteriormente donde la historia que presento a continuación fue tomando forma, en realidad tan sólo tuve que pedir los detalles necesarios a diversas personas para conocer la plenitud del hecho. Y ahora aquí estoy, ante un trozo de papel tratando de darle una forma concisa y clara, ese toque de coherencia que pudo desatar en mí la leve incomodidad del horror breve, natural y real, esas coincidencias y hechos que todos podemos encontrarnos al abrir la puerta del armario o al cruzar un paso de cebra, tan sólo a un suspiro de distancia.






Estaba rondando por las lindes del barrio, hará unas décadas, un mendigo que para la posterioridad ha pasado con el nombre de Lázaro. Era un hombre de carácter agrio y descontento, siempre fácil de enojar y ardiente de lengua; tanto era así que imprecaba de todos sus males a los vecinos, los cuales siempre le miraban con la esperanza de que el Señor pronto lo acogiera en sus brazos, donde tendría más oportunidades de encontrar la paz que aquí, en el barrio de la Luz. Su constitución era penosa, desgastada, como si su voluntad fuera lo único que mantuviera aquel precario saco de huesos en pie. Siempre arrastrándose y gritando, alma en pena sin salvación posible, llevaba consigo el estigma que por siempre le recordaría el infortunio que le convirtió en aquel cuerpo balbueceante, incapaz de perdonar o disfrutar de una bocanada de aire.

Hacía en aquel momento unos diez o quince años de la desgracia de Lázaro, del cúmulo de pruebas que Dios o un fatuo Destino le impusieron y que él no superó. Su rostro marcado con la cicatriz manchada del fuego, que se alargaba desde la frente hasta la oreja medio arrancada, cubriéndole aquel ojo izquierdo -más parecido a un huevo frito- que se enorgullecía de mostrar. Aún vagaba buscando la respuesta de sus penas y todas las atribuía a aquel que fuera su patrón: Pedro, pasó a ser su nombre para los anales de la comunidad. La falsificación de su contrato en la fábrica en la que trabajaba cuando sufrió la severa malformación había sido un acicate para el increpante odio que Lázaro ofrecía al mundo y la negativa a su petición de matrimonio por parte de su amada fue el definitivo tormento que conllevó a su locura. ¿Era su malformación causa de su condena? ¿Era un hombre sin salario, condenado por la fortuna una y otra vez, merecedor de la pérdida de su ser más amado? Por estos hechos y la rabia que conllevaban, su alma se condenó a no salir de un agujero de oscuridad infranqueable y acabó por perder la cordura restante.

Todo el barrio conocía su historia y por lo tanto no veía con buenos ojos a Pedro, un hombre cuya avaricia era de sobra conocida y que se ofrecía más a ser odiado, tanto por su riqueza como por la buena vida que había propiciado un carácter considerado detestable para esta gente. Si bien perdonaban la locura de Lázaro, no entendían la razón que había llevado a Pedro a engañarle y aún deberle una suma de dinero que aún era de utilidad para él. Pedro vivía en los cuatro áticos del edificio Nébula, en el borde del barrio, más bien colindando con este. Por esta razón a las siete de la mañana, cada mañana, Lázaro se presentaba allí con su escupidera y su muleta de palo.

No eran sutiles los insultos que se oían en el portal cuando Pedro pasaba para ir a supervisar el negocio de pinturas que ostentaba en cierto barrio de mayor riqueza. Allí esperaba el mendigo borracho, con la ropa deshilachada y arrodillado frente a la escupidera. Miraba fijamente a Pedro con su ojo invidente, tratando de representar un esfuerzo inútil, tras lo cual le señalaba amenazadoramente y comenzaba a gritarle:

-Maldito mecenas del jodido demonio, ¡devuélveme mi ojo y mi vida! -Momento en el cual le enseñaba aquel huevo frito pálido y muerto e introducía su índice en él- ¡Por esto perdí todo lo que tenía y tú, maldito hijo de perra, no te dignaste ni tan siquiera a socorrerme, o mirarme a la cara para decir que me habías engañado!

Ante esta situación, Pedro siempre aligeraba el paso, harto ya de oir aquellas divagaciones por las que se sentía tanto culpable como asqueado. Cuando Pedro ya había desaparecido de la vista del vagabundo, introduciéndose en su coche, este comenzaba a beber anís y llorar desconsoladamente. Era un estado en el que se le encontraba todas las mañanas, hasta que tomaba su escupidera y se dirigía de vuelta hacia las callejuelas del Barrio de la Luz. Aquel rincón del portal siempre olía a anís malagueño y no solía ser limpiado por la evidente inutilidad de semejante acto. Era curioso ver a la vieja Peri santiguarse cuando cruzaba aquel umbral, a pesar de todo era de familia republicana, y a mucha honra.








La situación se repetía día tras día sin cambios, excepto por el talante de Pedro, que llegado cierto momento se volvió más solitario y huraño. Se encerraba en su ático y en muy escasas ocasiones se le veía salir de él, y muy a menudo, en cambio, se le oía llorar o hablar sólo, allí encerrado. Estaba obsesionado con la falta que había hecho y el tremendo dolor que había infringido, pero aún así, no encontraba en aquel borracho la más mínima virtud, ni voluntad de perdón, como para haberle perdonado en su momento ni ahora. En cierto modo, la personalidad del mendigo, su insistencia y su grosería, le producían una mezcla de pavor y asco que hacía desaparecer la más mínima sensación de compasión que pudiera alojar su marchita alma. Se dice que era tan avaro, que para superar tales trances de autoflagelación, comenzaba a pensar insidiosamente en el dinero, lo cual le ponía aparentemente de mejor talante.

Algunos vecinos llegaron a creer en la muerte de Pedro, pues los fines de semana dejó de salir a la calle. En más de una ocasión Juan, el zapatero, subió por las escaleras y llamó a aquella puerta de roble, para recibir siempre la misma respuesta: pasos lentos y una pregunta, tras la cual, al oir el dueño el argumento de Juan, volvía este a andar hacia el interior de la casa. Seguía vivo, pero sólo vivía para el trabajo y para la horrible carga que empezaba a pesarle, a pesarle como un cadáver... Lázaro seguía volviendo cada mañana sin falta al portal.

- ¿Hay algo que pueda hacer por tí? -dijo una vez el zapatero en un alarde de compasión.
- Matarle a él o a mí, para que no nos veamos juntos en el purgatorio -juró haber oído Juan desde detrás de la enorme puerta de roble del ático.

Un día de otoño, un niño que asistía a su primer día de colegio encontró el cadáver del mendigo. Este presentaba terribles mutilaciones como la rotura de su cuello a diversas alturas, torcida con una saña inaudita, o la falta del ojo sano, que fue arrancado de cuajo y dado por desaparecido. El chico sufrió una conmoción que le mantuvo apartado de las clases el resto del curso, y el rumor sobre la muerte del mendigo, encontrado por el chico con la cabeza colgando hacia el interior de un contenedor de basura, cruzó todo el barrio como si de pólvora se tratase. La rabia mostrada en el ataque, demostraba a ciencia cierta según la llana gente, que la paliza la había propinado un grupo de gente con la más clara intención de dejar irreconocible al miserable Lázaro; otros ya culpaban a Pedro del asesinato, aunque este no llegara jamás a ser demostrado como culpable ni como colaborador.

Ya llegada la tarde, el barrio comenzó a organizarse para pagar un entierro digno para el mendigo, ya que este no tenía parientes reconocidos ni amigos lo suficientemente acaudalados. Hubo una reunión organizada por Marcos, un obrero de Tabacalera que vivía en el primero y hacía las veces de portero, que trató acerca de la recogida de dinero para el funeral, un ataúd y un nicho cristianamente decentes, pero baratos. La aceptación de la reunión fue muy alta y enseguida se difundieron rumores de que Pedro, que no se había presentado en el barrio en toda la tarde, había contratado un grupo de matones para hacer desaparecer a Lázaro; hubo quien aseguró haberle visto reunirse con ciertos individuos en un bar cercano, individuos a quienes la guardia civil posteriormente detuvo sin poder hallar un vínculo que llevara hasta Pedro. Los más extremistas decían estar pagando una deuda de Pedro, una muerte cuya carga económica había recaído por completo en los inocentes trabajadores, librando nuevamente al patrón... ¡que se pague sus propios muertos! Otros argüían, ¿pero no había pagado ya una vez, en dinero, aquel hombre por esta muerte? Pues algo de dinero tuvieron que cobrar quienes se sometieran a acatar tan crueles e inhumanas órdenes, y de todos modos, Lázaro podría descansar en paz, puesto que la deuda que tuviera con él Pedro, la habían saldado ellos con ese dinero. También se oyó que el castigo que fuera a recibir Pedro, ya lo recibiría en su caída al infierno, donde el mismísimo Demonio le haría sufrir por todo lo que hubiere hecho y más. El talante moderado (si es que puede llamarse así) de esta última postura se impuso a las ideas de hacerle pagar en tierra por algo que no se había demostrado aún y la cosa acabó por calmarse al día siguiente.











A Pedro se le veía relajado tras la muerte de Lázaro. Aquella misma tarde, en lugar de asistir a la reunión, estuvo caminando por la ciudad, paseando por los jardines y las callejuelas para disfrutar una vez más de una libertad que sentía perdida y que había recuperado con dinero y pocos escrúpulos. Aquella noche no tuvo que tardar en conciliar el sueño, pues Juan lo encontró muy sonriente a la mañana siguiente, llegando este incluso a saludarle de buen ánimo y con talante fresco. Estaba claro que de su mente estaba desapareciendo el molesto recuerdo del mendigo, al igual que había desaparecido la deuda que tenía con él. Esta mejoría fue aún más significativa al día siguiente, un sábado bastante soleado... pero el domingo se presentó con una lluvia monótona y un cielo tapizado de gris. Unas fuertes rachas de viento azotaban las nubes ya desde la mañana, viniendo desde el mar de levante hacia el interior, hacia la hoya.

El domingo era el día del entierro de Lázaro. Esto no importó lo más mínimo a Pedro, que fue visto salir corriendo del portal a las nueve de la mañana. Más tarde se supo que iba a cerrar un importante negocio con un individuo que le había llamado a casa y esta era una oportunidad única para vender la empresa. Repicaron las campanas a lo lejos con un aire triste, como si la lluvia hubiera entumecido su tañido. Pronto sería la hora de que los pocos vecinos que algún día habían conocido bien a Lázaro se dirigieran al cementerio, a consagrarle por una última vez.

Juan se dirigía en aquellos momentos hacia el bello y demacrado cementerio de San Miguel. El domingo era el único día que libraba y lo poco que tenía de tiempo solía malgastarlo en misas y mujeres, como él mismo decía. Llevaba un buen trecho recorrido cuando vio correr a Pedro en la otra acera, "ha tenido que calársele el coche, si no, no correría en esta lluvia," pensó para sí mismo al tiempo que el hombre se adelantaba entre los coches mal aparcados. Juan volvió a mirar hacia el suelo y trató de cubrirse con el paraguas para, a continuación, proseguir su camino hacia el cementerio. El sonido del viento había llegado al punto de ser como un aullido que barría las callejuelas de la ciudad, que se extendía en las plazas y buscaba junturas frágiles para derribar toldos, tirar macetas y estrellar la lluvia contra los cristales. Juan incluso pensó que algo estaría pasando, algo importante o espantoso, pero no llegó a discernir nada en aquella vorágine desatada por la naturaleza. Andó paso a paso, temeroso de que algún objeto llegara a golpearle, hasta que levantó la cabeza para atravesar un cruce y en aquel mismo momento se quedó lívido, blanco, pues la escena que tenía delante parecía sacada de sus peores pesadillas.

En el cruce había un coche parado, de color negro y marca Seat, cuyo tripulante había bajado y ahora se hallaba de pie, atónito, enfrente del coche. Ante él la escena era un horror bañado en sangre, pues había un cadáver empalado contra la rama de un árbol caído... y presentaba claras marcas que indicaban que con antelación se había estrellado contra el coche, pues en el capot de éste también se distinguían las crueles señales de un atropello. Poco a poco los detalles comenzaban a llegar a la retina y Juan distinguió un trozo de guardabarros clavado allí donde se situaba el ojo del cadáver; el grueso tronco del árbol casi arrancado de cuajo, posiblemente por un rayo; el charco enorme de sangre que fluía hasta una alcantarilla cercana; y el coche fúnebre a cuyo frío ocupante una vez había conocido en vida. El cadáver clavado en la rama estaba irreconocible, pero no hace falta decir de quién se trataba... Juan lo sabía perfectamente.

En una ocasión Juan contó lo ocurrido en con más detalle, habiendo confirmado algunos detalles con el conducto del vehículo. Lo que en cierto bar del barrio escuchó un reducido público fue como sigue:

- El conductor, que llegaba tarde al entierro, puesto que se le había calao el coche, había salío disparao de allí. Bueno, no podía ir muy aprisa porque si no, se podía pegar una ostia con algo o alguien... ya sabreis el mal aire que hacía ese día. Pues bien, aquel hombre jamás había conocío a Pedro ni sabía quién era, y eso que le pregunté veces... ¡válgame Dios que le atropelló por puro accidente y casualidad! Según me contó, venía por la calle a toa prisa y no había visto a nadie, ni Pedro le había visto a él; bueno, le golpeó de manera que el pobre rodó sobre el capó del coche y cuando este frenó, salió disparao. El conductor estaba frío, el mu joío había atropellao a un hombre sin darse ni cuenta, y en cuanto bajó vio aquel espectáculo tan horrible que jamás llegará a olvidar. Imagínate lo que la suerte le había jugao a Pedro, que este estaba clavao en una rama como si fuera un pinchito... os juro que estuve a punto de tragarme mis huevos del susto. Joder, toda la calle cubierta de sangre, tripas colgando... y encima el mal agüero que era aquello del coche de la funeraria. Bueno, no tengo nada en contra del oficio de enterraó, pero aquello parecía algún tipo de señal. Madre mía, espero que la muerte que me depare el destino sea algo más buena... que aún oigo el gorgotear de las últimas palabras del patroncito... "Lázaro, Lázaro, Lázaro..."

Unos días más tarde, cuando se inspeccionó el ático de Pedro, se encontró bajo la cama cierto "objeto" que dio mucho que hablar. Ciertamente, no creo que sea nada tan especial que Pedro guardara este recuerdo, pues ya se conoce la obsesión que puede entrañar sobre una mente enfermiza y enajenada aquello que en otro momento hubo centrado todos sus miedos, su horror y su rabia, dándole una forma reconocible y única. Era un ojo sano, pero levemente mutilado, lo que halló aquella tarde la guardia civil y pasó a formar parte de las pruebas que inculpaban, una vez muerto, a Pedro del asesinato de Lázaro. Se formaron muchas habladurías por este suceso pero todas ellas son de escaso valor al ser plenamente infundadas y de carácter sobrenatural en su mayoría, pues está claro que Pedro fue quien pidió a sus subordinados que trajeran aquel ojo a su casa y no ninguna capacidad intrínseca del ojo en sí o una manifestación del Demonio o el mismísimo muerto el que lo portara hasta esa habitación.










Al final Pedro acabó pagando con su vida lo que anteriormente hubo pagado con dinero, pues, ¿no son extraños los caminos del Demonio? El Destino, a fin de cuentas, quiso mantenerlos juntos en su suplicio, ahora en la tierra, ahora en el Purgatorio, obligando a Pedro a rendir eternas cuentas por el engaño que arruinó la vida del infeliz Lázaro. Fue un barrio el que pagó la deuda del entierro, un entierro que se llevaría por delante la vida del asesino en cuya muerte todos habían contribuido con algunas pesetas. Cinco pesetas de muerto por la vieja Pere, siete pesetas de muerto por Juan, doce pesetas de muerto entre la abuela Pelayo y sus tres hijos mayores, ocho pesetas de muerto por Marcos, quince pesetas de muerto por Elvira -la viuda que alguna vez le guiñó el ojo al mendigo-, tres pesetas de muerto de parte de Miguel López, y una larga lista de contribuyentes que en mayor o menor medida puso sus ahorros en uno, o dos muertos.


Joni Karanka







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